lunes, 29 de noviembre de 2010

TERCERA PERSONA

Hace unos días asistí a un acto de presentación de la obra de mi amigo el magnífico escritor José María Vaz de Soto.  Como maestro de ceremonia oficiaba mi otro buen amigo y también gran escritor Juan Villa. Vaz de Soto hizo una exposición brillante, clara y amena de su recorrido como narrador y de sus puntos de vista acerca del arte novelístico. Su intervención tuvo un gran éxito, el público aplaudió y estoy seguro de que se lo pasó bien.  Tras la charla de José María, Juan incitó al auditorio a plantear las preguntas que considerasen oportunas. Yo, que me encontraba en la primera fila, me apresuré a levantar el brazo y Juan Villa me invitó a intervenir. Estuve tomando notas mientras que Vaz hablaba y le planteé varias preguntas. Pero sólo una de ellas viene al caso ahora, porque creo que no quedó claro ni el planteamiento que se hizo ni la respuesta. Había dicho José María, entre otras muchas cosas de gran interés, que cuando una novela está escrita en tercera persona, no es legítimo o canónico o no resulta operativo, en fin, que el narrador (no el autor, el narrador) exponga de forma explícita su visión del mundo, su cosmovisión, su weltanschauung, en fin. Yo no estuve de acuerdo con eso, así se lo dije y puse un ejemplo que no debió de ser muy afortunado pues, tras la aseveración de mis dos amigos: “Eso es primera persona”, el público rompió a reir. No era primera persona. Se interpretó mal. “Juan va esta tarde a la playa” no es primera persona. Pero, bueno. El caso es que no anduve yo muy fino y, como resultó que estaba molestando un tipo que estaba por allá por las filas traseras, tenía la mente distraída y no caí en citarle a Vaz el ejemplo que, al menos, nos hubiese conciliado. Se trata del final de una de las novelas emblemáticas del pasado siglo, “Cien años de soledad”: “Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Bien. Ya veo a Juan o José María saltando en sus sillas y diciendo que ese tiempo verbal, “tenían”, exime al narrador de toda responsabilidad en la opinión. Puede que sí. Pero corrijamos a Gabo. Digamos: “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”. Ahí ya el narrador se echa toda la responsabilidad encima. ¿Es menos válido? ¿Es menos operativo narrativamente? ¿Por qué? Si alguno de los dos lee esto, agradecería su opinión y también, por supuesto, la de cualquiera de los lectores de este blog.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Presentimiento

Yo no soy Yo

Teniendo en cuenta que hace tiempo que crucé el “mezzo del cammin di nostra vita” y el éxito nulo que alcanzaron los escasos textos que di a la estampa, creo que ha llegado el momento de aclarar determinadas cosas que hasta ahora he mantenido en el más absoluto secreto, si exceptuamos la ocasión en que, tras una cena regada más de lo conveniente con buen rioja y otras bebidas espirituosas, las comuniqué a los comensales, que afortunadamente las tomaron por dislates de un borracho.
Adelanto que a muchos lo que voy a decir les recordará un viejo cuento de Mark Twain, lo que no quita un ápice de verdad al asunto. Creo que fue Wilde el que dijo aquello de que la naturaleza imita al arte. La naturaleza o la realidad, tanto da.

Veamos. Comenzaré por lo que debería ser la conclusión o parte de ella: yo no soy yo.
En seguida me explico.
Nací el 14 de diciembre de 1952 en la ciudad suiza de Constanza. Mi padre era relojero. Mi madre, maestra en un kindergarten. Lecturas de Stevenson y Melville junto al gran lago despertaron en mí la nostalgia del mar que nunca había conocido. En 1975, cuando acababa de cumplir veintitrés años, mis padres murieron en un accidente de tráfico. Vendí la relojería y me dirigí al norte. En Den Helder, ciudad de la costa holandesa, embarqué en un bacaladero. A los tres meses, una avería en el motor nos obligó a recalar en Reykjavík, donde conocí a una chica, Hildur, que me llevó a vivir a una comuna hippie. Hildur tenía una niña, conocida hoy como Björk, que se llevaba todo el día berreando ¿canciones? y soplando una flauta. Sus padres alentaban las aficiones musicales de la mocosa. Una vez les comenté, de broma, que podía dedicarse a sustituir a las sirenas... de los barcos... por el ruido que hacía. Creo que me equivoqué. La verdad es que nunca he sido un melómano. Napoleón sólo me cae bien por su afirmación, apócrifa o no, de que la música es el menos molesto de los ruidos. El caso es que mis desafortunados comentarios me obligaron a abandonar la comuna. Volví a viajar hacia el sur. Esta vez de camarero en un barco de pasaje. Allí me lié de gigoló con una vieja francesa, M.C.H., que no estaba nada mal. Y quien lo ponga en duda sólo tiene que fijarse en Cher o en Sofía Loren.
Los que conozcan más o menos bien a Félix Morales Prado, que firma este libro, dirán: todo esto es mentira. Yo conozco a Félix. Nació en Sevilla. Vivió su infancia en Punta Umbría. Estudió el bachillerato en Huelva, después en Aracena, y estuvo en la Universidad Hispalense cursando Filología. Y hasta aquí llevarán razón. Pero sólo hasta aquí. Porque fue durante esos años universitarios de Morales cuando él y yo nos encontramos en la ciudad de la Giralda. Por entonces, ya me había arrepentido del abandono de mis estudios y estaba pensando en volver a Constanza para intentar rehacer mi vida. Fue exactamente en la primavera del año 1979. Para entonces, Félix Morales había publicado sólo un librito, “Manifiesto de la inocencia herida”. Yo había salido a dar un paseo y oler el azahar por el Barrio de Santa Cruz. Entré en un bar a tomar una cerveza. Y al entrar recibí el mayor impacto de mi vida. Allí, sentado junto a un velador de mármol, hojeando un libro, estaba yo. Que se me entienda. No estaba yo. Estaba mi sosías. Un joven exactamente igual que yo. Así me pareció en un primer momento, pero lo atribuí a algún efecto de la luz. Quise cerciorarme. Me acerqué a él y lo toqué en el hombro. Ya me inventaría una excusa, pensé. Me miró y fue como mirarse en un espejo aterrado. Ambos dimos un bote reflejo.
El resto de la tarde lo pasamos entre excitadas copas sucesivas e inmersos en una apasionada conversación sobre el tema del doble. Félix y yo no teníamos sólo en común nuestros físicos idénticos. También coincidíamos en muchos de nuestros intereses. La literatura, entre ellos. A mí siempre me había gustado la idea de escribir, pero nunca me atreví a hacerlo. A partir de entonces, la necesidad de afrontar el reto me ofreció la oportunidad de cumplir mis aspiraciones. Tengo que decir que nunca logré emular, ni de lejos, a mi obligado modelo. Pero había algo que nos igualaba sobre toda otra cosa. El hartazgo de nuestras respectivas vidas. Al filo de las doce de la noche, bastante borrachos ambos, tuvimos a la par una idea que, dadas las circunstancias, era tan obvia que resultó estúpida. Eso creo hoy, ya demasiado tarde para dar ningún remedio a lo que hicimos. Intercambiamos nuestros documentos de identidad, nuestras ropas y una información pobre pero suficiente sobre nuestras vidas privadas. Y allá se fue él como si fuera yo y aquí quedé yo como si fuese él.
Tras unos primeros momentos de euforia, en los que pensé que había hecho un cambio rentable, me di cuenta de la embarazosa situación en la que me encontraba. Al día siguiente, intenté encontrar a Félix por todos los medios. Fue imposible. Pensé en ir a la policía, pero me dio miedo. Por mi condición de extranjero y por haberme avenido a una suplantación de identidad podía dar con mis huesos en la cárcel en el caso de que me creyesen. Y si no me creían, lo que era lo más probable, podía terminar en un manicomio. Eso pensé. Así que decidí asumir lo hecho. Comencé a asistir a la universidad y a perfeccionar mi español. Quien no crea lo que estoy contando puede preguntar a la familia, los amigos y la que era novia de Félix sobre su comportamiento de entonces. Un constante fracaso académico, un estado depresivo, una actitud hosca, huraña, mutismo pertinaz. Eso es lo que dirán. Pregunten, pregunten y verán. Con su novia provoqué varias broncas y separaciones por miedo a que descubriese que yo no era yo.
El tiempo fue arreglando la situación y, año y pico después, había terminado la carrera y me había casado. Tuve que fingir que era escritor y así lo hice. Publiqué poco. Y cuando publiqué, rara vez publiqué textos míos. Podrá observarse que en esa época hay una gran irregularidad en los textos de Félix Morales. Los buenos son suyos. Hay algunos malos. Los míos. Desde entonces, he ido dando a la imprenta los manuscritos que él dejó en sus cajones. Este libro es uno de ellos.
A lo mejor el lector piensa que todo lo que he contado es una invención, tal vez inspirada en un sueño. Que mi verdadero nombre no es Timo Camenzind. Que yo soy Félix Morales Prado realmente y el marinero suizo nunca existió. Bueno. Por el bien de todos, sobre todo por el mío, dejaré en el aire esa duda.

Nota bene: Estas líneas constituyen la introducción a un libro inédito cuyo nombre aún ignoro. En realidad, ni siquiera sé si será la introducción a ese libro, ni si llegaré a publicarlo. Intuyo que en él se albergan aspectos del alma de Morales que no sé si él querría que se aireasen. Si desde algún lugar del mundo llega a leer esto, le pido que, por favor, se ponga en contacto conmigo y me diga qué debo hacer. Al margen de tales circunstancias, mi pasión por la verdad, auténtica aunque tanto tiempo postergada,  me ha impulsado a dar a la luz este texto antes de que sea demasiado tarde.
Timo Camenzind

               

viernes, 19 de noviembre de 2010

LA PRUEBA

BRILLANTE

Brillante Bronwyn, Bronwyn del abismo
del abismo absoluto de mí mismo.
Brabante es el instante más distante.
Nunca lo encontraré porque en lo nunca
voy errante.

La nada junto a mí como lo nunca,
sangre como de sangre, sólo sangre.

Eran las escaleras, pero no eras.

El cielo se celaba sobre el cieno
y las encinas ciegas de ceniza
alzaban en su alzar lo que soñaban,
lo que soñara el cielo sobre el cieno.

Eran las eras grises, mensajeras,
eran las mensajeras de las eras,
eran las mensajeras de las horas,
eran ya sin mensaje las auroras.

martes, 16 de noviembre de 2010

Ay, amor

SÍMBOLO

Esta tarde, me fui a la orilla y, melancólico, de forma casi inconsciente, mientras pensaba en algo muy distinto, dibujé con un junco un símbolo en la arena. Me quedé mirándolo. Saqué mi cámara y le hice una foto. No había trazado ese dibujo con ningún propósito concreto. Pero creo que he aprendido que todo lo que hacemos tiene, más o menos conscientemente, una intención. El gráfico era, como se puede ver en la foto, un hexágono. Al llegar a casa, he consultado mis diccionarios de símbolos. En el de Juan Eduardo Cirlot no he conseguido encontrar nada excesivamente explícito. Sólo que al referirse al seis, habla de “Ambivalencia y equilibrio. Unión de los dos triángulos (fuego y agua) y por ello símbolo del alma humana (…) Por ello, número de la prueba y del esfuerzo”. En Chevalier y Gheerbrant he concluido, en síntesis, que se trata de la unión de las fuerzas evolutivas e involutivas “por la interpenetración de los dos ternarios”. El símbolo es, además de muchas otras cosas, un espejo que nos devuelve lo que ya sabíamos, lo que ya habíamos visto.

jueves, 11 de noviembre de 2010

GIGANTES

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

FE

La fe es conocimiento. Tener fe es saber. Tener fe no es creer. Creer es suponer: “Creo que esta tarde iré a tu casa” es igual a “Supongo que esta tarde iré a tu casa”. La fe es certeza. Sin atisbo de duda. Sin necesidad de prueba. La prueba está en ella misma. Para el pensamiento racionalista se trata de una especie de locura. Para el pensamiento religioso y/o poético es una gracia que escasea. Son muchos los que dicen tener fe pero muy pocos los que la tienen. Ver "Ordet", de Dreyer. Para el que tiene fe, el objeto de su fe es real y así efectivamente sucede. Es la base de la magia y de los milagros. Al desaparecer la fe, aparecen la ignorancia y la duda y la angustia y la ciencia con todos sus cruces de caminos constantemente revisados, sus rectificaciones, sus incertidumbres. Al respecto leed La rosa de Paracelso, del maestro Jorge Luis Borges, clicando aquí.