ANTOLOGÍA DE "MALDEVO"

Autor: Félix Morales Prado

Es una tarde llena de galápagos muertos alrededor de los charcos de la lluvia. Hay ecos en el aire de un mar lejano y serio. Restos de luz en los jardines. Misterio en los chalets deshabitados. El amor contemplando el paisaje como una historia imaginada. La abubilla que vuela desde el ricino al siempreverde y luego hasta la torre de la iglesia, mirador mágico del sueño.
La Historia se ha borrado aquí. O tal vez nunca estuvo. Y el corazón se encoge de dolor y de gozo viendo la plaza envuelta en el otoño y a los barcos, como sombra del enigma, en la ría.
Huele a tierra mojada, pinos y olas la tarde, que ya es noche.
Llorar sería la respuesta más justa. Pero el mundo, que parece prolongarse interminable por las retamas y las dunas, entre los juncos, por la playa y más allá, hacia ese sitio en donde el sol se pone y que dibuja lugares que no existen, seca las lágrimas de sentido ignorado.
Llego a la marquesina que la tormenta ha golpeado con dulzura. Las aspidistras, azotadas por el agua, dicen la magia que me encierra. Hacia el suroeste un destello delimita las cosas y me reafirma en mi sentir. Tocar la balaustrada húmeda es, otra vez, esa pena que sube hasta los ojos.
Llamo a la puerta. ¿Es Nochebuena? La gente se disuelve entre los personajes de Dickens o Axel Munthe cuando mi madre abre, lejana como un fantasma que yo no acabase de entender. Mi padre, mis tíos, mis hermanos, en ese espacio condenado a morir. Las habitaciones apartadas y oscuras, llenas de miedo. El piafar del caballo en la cuadra. La azotea al final de la escalera en caracol, bajo el cielo que, tal vez, atraviesan las brujas.

(…)

Me tienen prohibida la parte habitada de Maldevo. Allí hay tabernas sórdidas con olor a vino remontado y orillas de fango donde los pies se cortan entre barcos varados que huelen a alquitrán. Las palabras obscenas inundan las callejuelas de la miseria, casetas de madera encalada. Un corral donde hay atado un buitre. El aroma dulzón a cáñamo y promiscuidad invade el inmenso patio de los cordeleros. Los marineros borrachos pegan a sus mujeres. Para llegar al cementerio, perdido en el pinar, hay que pasar por estos sitios.
(…)

Manolita, la de las sandalias sucias, es mi primer amor. Juego con ella juegos de niñas por la noche, junto a la iglesia. Y me cantan, entre risas, las amigas: “El pobre Soledaaaad qué triste que está/ Se va a morir de pena de tanto pensar/ Si piensa en Manolita, Manolita no lo quiere/ El pobre Soledaaad de pena se muere/ A Soledad le vamos a dar/ chocolate con aguarrás/ Y a Manolita le daremos/ chocolate con veneno”.
Un día, Manolita enferma y la operan. Y la veo, pálida y guapa, en la camilla y se me mete dentro un sentimiento remoto mezclado al del paisaje. Y esa tarde todos están cazando escarabajos con ramas de siempreverde porque ha llegado la primavera.

(…)

Los primeros años en el pueblo transcurrieron en medio de una felicidad estática como una foto antigua teñida de colores. De aquella época, guardo un recuerdo emblemático: La casa donde vivían las dos viejas inglesas estaba en medio de una inmensa landa que, en primavera, se cuajaba de margaritas y amapolas. Solía visitarlas por las tardes y, conforme cruzaba aquel prado inmerso en una luz dorada y tibia, me parecía estar cruzando hacia otro mundo mientras mis ropas se cubrían de polen amarillo. Llegaba al pie de la escalera y miraba a Mrs. Nothing que, vestida con uno de esos trajes fin de siglo, indefensos y poéticos, me saludaba desde lo alto de la veranda con el gesto de quien está en un lugar remoto en el pasado. La casa era de tablas blanqueadas, con ventanas, puertas y barandas rojas. Como en el sitio no hay un té que sea bueno, hacen infusiones con hierbas que recolectan por el campo. Tomo una taza, con pastas que voy cogiendo muy tímidamente, animado por Mrs. All, que me acaricia de vez en cuando, me pregunta por mis padres (a los que no conoce) y me cuenta sus deslavazadas y fantásticas historias.
En una de aquellas ocasiones, encontré allí a una invitada que nunca había visto antes: Estela, la sobrina de las dos misses, era una niña mayor que yo; había venido de Londres, tenía el pelo rubio y ojos color de nomeolvides. Sólo hablaba en inglés y jugamos en la arena, que empezaba a enfriarse con la caída de la tarde, entre las flores de cuchillo. Yo escuchaba aquel discurso mágico que no entendía y que me impregnaba de la misma dulzura que la visión de las colinas lejanas que iban difuminándose suaves en las sombras. Tiempo después encontraría a Estela en una novela de Dickens. Al despedirme, casi caía la noche. Ya estaba a muchos metros en la landa cuando creí oír a Mrs. All, que le susurraba a Mrs. Nothing, mezclado con la brisa que mecía las flores: “No le diremos que está muerta”. Había ternura y compasión en sus palabras. El miedo, sobrevolando el cielo oscuro, aún no podía tocarme.

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Desde la azotea, el hombre soltó un enorme globo de papel. Prendió la mecha y... ¡ahí va ese gordo sueño de colores —anaranjado, verde, rojo y violeta—, flotando loco en el celeste inmenso del verano, viajando en la brisa a la deriva, atravesando campos, ciudades, campanarios blancos...! Los niños lo señalan con el dedo y él los afirma en sus creencias. ¡Quimera inalcanzable! Solo, anima el silencio de las tórridas campiñas despobladas e irrumpe, sorprendiendo, sobre las muchedumbres de las playas. Y sigue lejos, leeejos...
El hombre que lo echó viste de negro, con chistera y levita, sobre la azotea de la casa amarilla. Lo acompaña un niño admirado. En la marquesina, dos damas, de raso azul y rosa, contemplan el ingenio que sube por los aires. Sonríen complacidas sobre sus abanicos. En el jardín, entre adelfas, retamas, geranios color verde brillante y flores magentas de lloronas, un caballero, apoyado en su bastón, mira hacia arriba.
Quieto en el cielo pintado de azul claro chillón, el globo, dibujado con lápices violeta, rojo, verde y anaranjado, recoge las miradas.

(…)

El sabor amarillo o celeste del verano mientras el agua chapotea en las amuras de los barcos. La brisa está cargada de salitre. Puede ser mediodía. El  hombre del puesto de la nieve rompe con piqueta de hierro grandes barras de hielo que después va cargando en los serones de aquel burro de orejas caídas y de mirada tierna que rumia casi eternamente con una leve brizna de hierba entre los labios negros. Hace sed. Pedimos agua en el quiosco de los helados, del que sale un dulce olor a mantecado, fresa, tuttifruti. Bebemos con los ojos cerrados. Luego, corremos por la orilla que la marea alta ha llenado de algas. Detrás queda la plaza recalentándose bajo la calina cenital; atravesada, de vez en cuando, por el enigma de algún extranjero que nadie ha visto llegar ni nadie verá irse; observada siempre, desde el bar allí al fondo, por la mirada de aguardiente de alguien que sestea sobre el frío del velador de mármol.

(…)

Me desperté empapado en sudor. El tiempo oscuro me latía en las sienes. Por la ventana (amanecía) vi el eucaliptal envuelto en sangre. El dolor se había hecho costumbre y sólo que la existencia fuese un enigma comportaba un consuelo donde podía seguir buscando. Un gallo cantó a lo lejos y me pregunté por qué me emocionaba aquel grito lleno de paisajes desconocidos hasta hacerme llorar.

(…)
Atravesé el jardín de otoño. Las gotas de la lluvia reciente se desprendían lentas de las ramas, como un veneno destilado con paciencia. La bruma de la umbría emanaba una sensación letal que no llegaba a convertirse en niebla por entre las adelfas, las acacias, la madreselva, los sauces y la yedra. Chapotearon imperceptibles mis zapatos en la humedad de los tres escalones que precedían la pequeña marquesina. Entre dos macetas de aspidistras, una araña negra había cazado un minúsculo insecto y seguía balanceándose sobre la tela que brillaba como un laberinto de hilos de saliva. Golpeé el llamador. La puerta, cedió a la primera presión de la mano y entré en la semitiniebla del zaguán. Las abundantes plantas de interior parecían retomar dentro el mundo vegetal del exterior. Incluso escuchaba con más intensidad un zumbido como de moscardones o de abejas agónicos. Llamé un par de veces; primero en voz más baja, luego alto, casi gritando después; pero no contestaron. Entonces, avancé tímidamente por el pasillo oscuro. En la pared de la derecha, un cuadro representaba a una mantis religiosa que devoraba al macho. Enfrente, en la pared de la izquierda, una fotografía de la familia. La misma proporción de mujeres y hombres. La mirada de las mujeres. Llegué a un salón. Enorme. Pero sin luz apenas. Muy alto, casi junto al techo, ventanucos de vidrieras verdes con distintos tonos daban un filtro esmeraldino a la mirada que contemplaba los escasos objetos. Una fuente de piedra en el centro derramaba un murmullo de agua. Extrañas especies vegetales se arrastraban por todos sitios hasta los rincones por donde parecieron moverse algunas sombras. Al fondo, junto a la chimenea encendida, había una silla vacía delante de la viuda. Me hizo un gesto invitándome a sentarme. Caminé hasta su lado recordando. Hablamos mucho tiempo, como una música, mientras llenaba una vez y otra vez de un vino rojo nuestras copas. Parecía, entretanto, que todas las criaturas que yo había sospechado en la impresión primera, comenzaran a despertar a su vida mistérica, entre campanilleos y leves quejidos que se escuchaban a distancias inciertas, ya lejos, ya aquí al lado, pequeñas risas o sollozos. Tan pronto era como si estuvieran entre nosotros, felinos de resbaladiza piel o reptiles con plumas encendidas de un color de púrpura, o peces voladores, pájaros como moscas, unos trepando nuestros cuerpos, otros volando en el espacio ondulado que aún separaba las cabezas, como que no estuvieran o sólo allí en la selva desde la que brillaban sus ojos esperando.
La viuda, como una noche sofocante y húmeda del trópico o como la luna que, mujer de fantasmal deseo, la atraviesa lentamente, viene hasta mí. La brisa mueve la tela de la araña del porche que se desliza hacia la víctima. Se arrodilla delante, entre mis piernas. Y su mano buscando. Gritos lejanos de tucanes, guacamayos, silbidos de serpientes, el canto del pájaro de fuego sobre mi cabeza. El jadeo de la selva no sé si dentro de mí o rodeándome o en ella. Y su mano buscando. Y su boca como una cueva de coral. Como el óvalo que enmarca la fotografía de familia del zaguán, cerrando el ciclo de las estaciones, el misterio de la fecundidad que siempre se pierde y se renueva en la muerte.

(…)

Un barco oscuro entre las olas y lejano. Soledad. Ya se esconde, ya sale. Inventa frío y misterio. Mirarlo es ser en la aventura del símbolo remoto que se ha dejado sorprender en esta playa, patria de todo lo distante. El cielo está nuboso, color plomo. El agua, verdinegra y crestas blancas.
Es una tarde que caza al corazón adicto a la tristeza y la verdad. Viaje sin retorno. Lo que muere. Sólo existe la magia de este momento en el que vemos. El resto es la ceguera, la imagen repetida que nada significa. El mismo fulgor último que lo dibuja convierte en escamas de metal el agua; y sus reflejos, en signos de un idioma imposible. El viento del sur silba en las antenas y hace tintinear las drizas entre el siseo de espuma que choca en las amuras llenas de lapas y de algas que patinan con verde caricia su avanzar solemne que no percibo. Pues está siempre quieto y al mismo tiempo no, como ese sentimiento que me obliga a mirarlo desde la arena fría.
Aparición que sabe a alma, a sueño. Silueta que cierra los ojos con dulzura. Abandono al saber que lo que va y lo quieto aquí se encuentran. Y nunca más. Y en tal nostalgia se salva la armonía.
Vendrá de dónde. Y, sin embargo, de ningún sitio viene. A dónde va, no importa. Existe, pero tal vez no existe. Sus tripulantes son esos personajes que necesito y que no sé.
Podría su chimenea trazar el cielo de humo. Podrían sus velas ángeles perdidos capear el temporal. Podría, desarbolado, ir dibujando al pairo destinos en el agua. Siempre hay de fondo música de película vieja. O el silencio que ilustra las estampas antiguas. Desde el principio estuvo en el fondo del alma.

(…)

Caminó sobre la plancha con los sueños nublados en la memoria condenada ya. La oscuridad creciente del crepúsculo era un símbolo en el que se envolvía el anonimato de aquel griterío a sus espaldas. ¿Qué decían? La palabra muerta muerte sonaba ahora como un eco sin sentido. Un tiburón rasgó su imagen en el agua. Las ondas levantadas arrugaron la luna que había salido tan temprano hoy, como acercándole la noche que le llegaba para siempre . Sobre las dunas claras de la playa su amor se marchitaba entre otros brazos y en una fiesta los dos miraban este barco lejano donde él ahora moría sin que ellos lo supieran. La recordaba con ternura, lágrimas, las estrellas, se le iba la cabeza, entre los sauces y retamas del jardín junto al mar, la besaba en los párpados y el pechito desnudo, el vientre tibio. Ella también lo recordaba mientras aquellas manos le recorrían el interior de los muslos ascendiendo hacia el centro. Sus manos respondían. Agarrándose al mástil. Sin querer separarse. Sin querer continuar hacia el vacío. La vida lo llamaba desde el olor salado de la mar, desde ese olor de sexo. La recordaba allí en aquel aroma mientras sigue subiendo la caricia, tan lentamente, se detiene y aprieta o retrocede un poco y allí lo recordaba. Por eso temió que fuera él cuando aquel bote arribó entre las olas a la orilla. Sobresaltada, nunca sabría que él estaba en el aire en ese instante, cayendo, atravesando el miedo último, aquella angustia que muerde el corazón, ¿y si es que ha regresado?, aquella angustia, la muerte, por fin, no es él, se tranquiliza, cayendo al agua en ese instante en que la mano se moja sumergida entre las piernas y los labios se juntan y el cuerpo se debate en el líquido oscuro, con gritos y jadeos contenidos, los dientes de la mujer muerden la lengua, la boca de aquel hombre, al mismo tiempo que el tiburón lo encaja entre sus dientes...
...Sangre en el agua virgen. La enorme cabeza del escualo penetrándole el vientre, rompiendo los tejidos intocados, avanzando, como oliendo cada rincón, y cada vez más cruel, mayor fiereza y frenesí. Aquel tremendo hocico deslizándose por el rojo agujero, terciopelo viscoso, saliendo, entrando, saliendo entrando, saliendo entrando, saliendoentrando, saliendo entrando, saliendoentrando, saliendoentrandosaliendoentrandosaliendoentrando, sa li en do en tran do... Cogidas las cabezas, mirándose, ¡mi amor! Las manos sobre el pecho, que se me va la vida, piensa, en ése como último chorro blanco y espeso en la conciencia, tan dentro de su amada, las piernas tensas y abiertas, muy abiertas, los talones apretando la arena, juntos los pubis apretando, apretando, mientras él va cayendo en ese túnel sin fondo a-tra-vés-de-un-lar-go-pen-sa-mi-en-to que se disipa en la quietud lumínica del agua dentro de ella, que ahora mira hacia el cielo, acostada en la orilla y el barco ya se ha ido y el hombre ya se ha ido y una estrella se apaga.

(…)

La “Madame”, sentada en una mecedora de la marquesina, ahuyentaba las moscas con un pay-pay. Era la hora de la siesta y todavía no había clientes. Los hombres empezaban a llegar más tarde, cuando la brisa del crepúsculo y el primer alcohol los empujaba hacia la dimensión mágica y peligrosa de la carne prohibida. Esparragueras y aspidistras eran, en torno, una selva en miniatura donde, en el apogeo silencioso de la canícula, la tercera viuda se representaba la película privada y serena del opio.
Mr. Valbuena, que conocía el vicio de la vieja, no la molestó al entrar. Lo hizo con paso quedo y se sentó en el sillón de mimbre, junto a la jaula de la cacatúa, que (solidaria con su dueña) lo miró con mirada llena de falsas historias tropicales.
“Señora Rosa”,-pensó, cansado-“he venido a hablar con la Amparo. La muchacha que encontraron muerta entre las dunas hace cinco años. Estaba muy triste desde que se perdió en el bosque. Y andaba por ahí provocando a los hombres, muy triste y excitada siempre. A eso se le llama ninfomanía, Madame. Usted debe saberlo. Bueno, pues es el caso que estaba yo hace un rato tumbado en una hamaca en mi veranda y, como hace una de esas siestas de mucho calor, proclives a la magia y el silencio, me perdí por mis antiguos viajes. Y, entre los pintorescos prostíbulos de San Luis, París o Berlín, y cuando pasaba frente al cosmopolita “El Volapié”, de Estuaria, amando tanta imagen de infinita tristeza, vi este sitio que usted regenta y se me ocurrió que era posible. ¡Con lo que me he reído de lo que cuentan los hombres del pueblo, a pesar de que vienen aquí muchas noches! Luego, me acordé de la Amparo y supe que ella podría darme noticias de Juan Soledad. Los dos tuvieron que ver con esa historia”.
“En ese momento” -cuenta Mr. Valbuena en sus Memorias- “se abrió la puerta de la casa y salió un penetrante olor a marismas, a algas. Detrás, apareció la Amparo (siempre fue guapa esa mujer y todavía lo era) y, tal vez nadie lo crea, estaba muerta. Se sabía. Si me preguntasen por qué se sabía no podría contestar. Era evidente que estaba muerta. A pesar de que emanaba una lujuria tan intensa que fue capaz de excitar a un viejo como yo (¿o por eso mismo?). Olvidando que las putas no hablan (y menos las putas muertas), le conté para qué habia ido y lo que quería saber. Las rameras siempre eluden cualquier tema que no esté directamente relacionado con su profesión. A no ser que sean amigas del cliente o estén enamoradas de él y, con preferencia, se trate de alguna escena de película. Así que, como respuesta a mi primer intento, me propuso que nos fuéramos a la cama. Pensé entonces, con un sentimiento de extrañeza: “Hacer el amor con una muerta, con la muerte. Tal vez eso es lo que hacen los seres humanos a lo largo de toda su vida, hasta llegar al doloroso y sublime orgasmo final”. Pero yo estaba haciendo metafísica. La vieja me explicó que los hombres venían aquí porque así nunca les podrían acusar de infidelidad: sirenas y difuntas no existen: ¿cómo se puede copular con hembras que no existen? En lo que se refiere a las sirenas, quise hacerle algunas preguntas a Doña Rosa. Pero la sensación de irrealidad que me embargaba a esas alturas, hubiese hecho poco fiables sus respuestas. Las de la Amparo fueron tan ambiguas como yo las esperaba. Me dijo que Juan había encontrado la casa, pero que murió antes. Me dijo que ellos dos se vieron en el bosque la noche de Candelaria, pero no con los ojos. Me habló de naufragios y de guerras. Aludió a un maremoto, tan brevemente que casi lo he olvidado.
Era la hora del crepúsculo vespertino cuando volvía a mi casa entre los quioscos que comenzaban a vender cintas de seda, libros viejos o frutas. Atravesé la plaza llena de gente. Olía el aire a camarones, cangrejos, helados de vainilla; y la ría brillaba”.

(…)

Estás en el centro del calor, donde atraviesan la marisma ferrocarriles abandonados y te ciega toda la luz y un olor asfixiante a sal, barrón y lodo invade el aire que se eleva hacia el cielo como un grito blanco y silencioso.
En el camino/el cadáver de un barco/sólo es un símbolo.

(…)

Es verano. Los marjales secos son un desierto duro y cuarteado. La luz es cegadora y les devuelve su irrealidad connatural. Entre las salicornias, de vez en cuando, se ve el cadáver blanco de un pájaro marino. Tal vez habrá, muy lejos, casi en el infinito, alguna vaca escuálida y loca que mastica barrillas para calmar la sed. Costillares de barcos. Calor y sensación de eternidad. Silencio.
         Me siento y miro. El mundo es perfecto e imposible. Como un espectro, el chirrido de un molino de viento cruza el aire, deja una raya en el azul del cielo y concita a las olas del mar verde, que se dibuja tras el manto, contagiado de fiestas.
En el pueblo, al otro lado de la ría, tras las ventanas solas, lo insondable se sentirá a sí mismo familiar. Hasta aquí llegan ruidos de cohetes, griteríos convertidos en murmullos, frases que el viento aísla. Vuelan los montgolfieres y, lejanas, cometas. Habitará el disfraz, vehículo, las almas. El aire tendrá aromas de azúcar. Y cada calle será un riesgo bonito que todos los deseos imaginan.
Están celebrando que el tiempo no existe. La ola de Katsushika Hokusai ya tocará las dunas.