Fragmentos de CIRCE

Autor: Félix Morales Prado


ATENEA:
         Está amaneciendo.
 El barco peligra.
 Ítaca está lejos.
 Olvida los caminos nocturnos
 donde los fantasmas simulan la patria perdida.
 Arroja ya el cuenco de veneno
 que multiplica la confusión de los espejos.
 Mucho has sorbido ese lí­quido que amuralla las horas
 e inventa una emoción estereoscópica de sueños y recuerdos
 sobre los muros de la cueva.
 Si aquí había una lección,
 una pista o señal,
 ya la aprendiste.
         No te demores más.
 El ángel del viento infla las velas.
 Déjate llevar por las cosas buenas
 que te ofrece la mar infinita y clemente.
         En el destino,
 tu alma torea al tiempo con un trapo.




ULISES:
         Los mares hierven.
 La fiebre es ahora mi canción.
 En sus versos surgen engendros que me impiden la salida.
 ¿Cómo podría escapar de una isla circun­dada por mi propio dolor?
 ¿En cuál de todos los paisajes que se extienden por el alma
 encontraría la hierba que cura las heridas
 y devuelve al corazón su propia imagen,
 al punto que parece que todo ha sido una negra pesadilla
 (igual que sucede en la infancia que anuncia)?
         Si el solo pensamiento de vencer
 revuelve a los monstruos que me ace­chan,
 ¿qué utilidad vendría de enfrentarme al hado?
 Si los dioses quisieran sal­varme,
 ¿no dormirían a los dragones de la noche
 para que yo, callado, des­pertase a mis hombres
 y huyese en el sigilo de las ondas?
 Es cierto que no me son favorables.
 Pues, sólo con decirlo ahora,
 la negación asomó su múltiple ca­beza
 por encima de las aguas del ponto.
 Llena, pues, la crátera hasta el borde
 para que así la Parca, al verme manso,
 me sea más benigna.


ULISES:
         Hermoso es, aunque no sé si duele,
vagar entre la jara y el lentisco
des­conociéndose a uno mismo.
Abismarse, perdido como un niño,
en los ojos de las bestias del monte
y descubrir al fondo,
ya sea zorro, serpiente o abejaruco de brillantes plumas,
la misma luz lejana.
         O cuando, cansado,
apoyo la palma de la mano
en la poderosa roca y quieta
que de Apolo durante el día robó alientos,
sentir que su latido es igual que el de mi corazón.
         Y si a la orilla llego y, sin memoria, me distraigo
(cual perro ocioso en siesta de verano)
persiguiendo las líneas que traza el pez, fugaces,
se cubre mi rostro de un frío de aguas profundas.
         Junto a la cabra trisco yerba en la pradera
y como el gamo corro y salto, rozando
copas de olivos y a la caza
de la luz que se va.
         Igual que el poeta aquel, podría decir:
No sé nada. No quiero nada. No espero nada.
Sueños dentro de sueños, sin embargo (ignoro si me duelen),
rue­dan por mi cabeza.