Aquel fue el día en el que abrí la puerta. En mi alma sin resolver se amontonaban todas las notas desordenadas de una canción. “Intentar tararearla” –me dije- “es todo el dolor y la aventura”. ¡Cómo admiraba y envidiaba a los que supieron hacerlo! ¡Cómo me consolaba en ellos al mismo tiempo que no los comprendía! ¿Cómo podían Vivaldi o Bach explicarme mi luz y mi miseria, que para mí eran sólo caos? ¿Cómo podían Machado o Juan Ramón o Rilke (resistiendo todas las traducciones) decirme aquello que yo de mí quería decir sin conseguirlo? Pasé por un supermercado y compré una botella de whisky del mejor. Estaba entonces leyendo la biografía de Aleister Crowley, mago negro o payaso o canalla rijoso o poeta frustrado. Estaba entonces, como siempre, buscando; debatiéndome, trataba de mirar el secreto que tiembla en el centro de la palabra, su ritmo, su música o lo que oculta. Estaba allí, absurdo como siempre, esperando que llegase un ángel y me dijera. Las notas de la canción antigua me bullían dentro, sin decidirse. Y, de pronto, entre un trago y una voluta de humo, lo supe. Había una puerta cerrada que tenía que abrir con un gesto.
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