Recuerdo que mi infancia, como la de
tantos españolitos de mi generación, fue recorrida por leyendas siniestras que
nos atemorizaban durante largas temporadas y nos mantenían encerrados en casa
pegados a las faldas de las madres o, al menos, nos retenían en nuestros
juegos a muy pocos metros de la casa. Leyendas ya olvidadas, como la de los
sacamantecas (hombres malos que “les sacaban las mantecas” a los niños –siempre
me pregunté qué sería eso de sacar las mantecas-), los sacasangre, que hacían
lo mismo (con la sangre, en vez de con "las mantecas", en tal caso) con intención de venderla o incluso robaban a sus victimas ojos y
otros órganos para el mismo cometido comercial. Por no hablar de los “sátiros”,
esos hombres vestidos de negro que recorrían los pueblos violando y haciendo
desaparecer o matando a las niñas. Todas estas historias recorrían el país en
un ambiente de postguerra. Mucho tenían, indudablemente, de ficción, bajo la que
se arrastraba un fondo de realidad. Hubo quien me dijo, años más tarde, que todas estas patrañas las inventaba el mismo régimen o sus adeptos para mantener a los niños apartados del maquis, sus "posibles represalias" o, quién sabe, su influencia. Pudiera ser. Pero no fue España el único país en disfrutar de
estas “delicias” que supongo casi universales. No hay más que recordar la
película de Fritz Lang “M, el vampiro de Düsserdorlf” y seguro que no
tardaríamos en encontrarnos cientos de casos similares (reales o no) en la
prensa amarillista de la época en el viejo continente.
En momentos de horror colectivo, éste se
proyecta en la esfera privada. Muchos piensan, al principio, que esa pesadilla
atañe a las masas, al sistema, a gente que están lejos a veces. Y que a ellos no los
alcanzará. Exactamente igual que lo que ocurre con la crisis. Hay quien se
dice: “Bueno, la crisis a mí no me afecta. Tengo un buen trabajo sólido, tengo
una pensión blindada, tengo mis buenos ahorros acumulados en épocas de vacas
gordas…”. Pero sí, sí que les afecta. Ya se está viendo.
La novedad, lo terrible, es que aquellas
historias que sonaban a “cuentos de viejas”, ya se han hecho realidad y saltan
diariamente a medios de comunicación serios e invaden las redes sociales. Los
tráficos de órganos, con las subsecuentes desapariciones de niños, son pan
nuestro de cada día.
Hace muy poco, un joven entra en un cine y asesina sin razón aparente a una docena de personas, dejando heridas de gravedad a varias decenas más. Una más de las matanzas demenciales que, al margen de las cotidianas en los conflictos bélicos, represión, terrorismo y revueltas populares, se producen asiduamente en EEUU y también en otras partes del mundo.
Hace muy poco, un joven entra en un cine y asesina sin razón aparente a una docena de personas, dejando heridas de gravedad a varias decenas más. Una más de las matanzas demenciales que, al margen de las cotidianas en los conflictos bélicos, represión, terrorismo y revueltas populares, se producen asiduamente en EEUU y también en otras partes del mundo.
Entre las últimas noticias que darán tema
para escribir a los autores de relatos de terror o a los guionistas de
películas del mismo género, tenemos la de las agujas en los sandwiches. Cuando
escribo esto ya son dos los casos detectados. Uno, en Holanda.
Otro, en Canadá.
Viajeros de sendos vuelos han encontrado, dentro de los bocadillos que les
sirvieron, agujas de coser camufladas en el pan. Uno no
puede menos que preguntarse por los motivos de estos hechos demenciales.
Montones de hipótesis se nos vienen a las mientes: que sea un loco el autor de
los hechos es harto improbable por la dispersión en el espacio de los
acontecimientos y porque el hipotético orate tendría que tener acceso a las
empresas de catering que ofrecen sus servicios a las distintas aerolíneas. A no ser que la empresa encargada de preparar la comida sea la misma. También pudiera tratarse de actos de terrorismo indiscriminado quién sabe con
qué propósitos. O, tal vez, de una guerra entre aerolíneas, tan tocadas
últimamente por la crisis que azota al mundo. Esto último revestiría, en muchos
sentidos, una especial gravedad.
La cuestión es que, tal y como pintan
las cosas, parece que para volar vamos a tener que hacer antes un curso de
fakir. Y no precisamente porque ello faculte, dicen, para cruzar el éter como
un supermán cualquiera.
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