miércoles, 13 de abril de 2011

Motivos para escribir, 5


Preguntarse para qué sirve escribir (y me refiero, claro, a escribir novelas, poemas, cuentos, ensayos, memorias o diarios…) es lo mismo que preguntarse para qué sirve correr o jugar al fútbol. Darle patadas a un balón tiene diversos grados de utilidad, dependiendo del punto de vista desde el que se enfoque el tema. En principio, entretiene y divierte a aquel que le gusta, contribuye a mantener su forma física; puede, en otros casos, tratarse de una prescripción del médico, que aconsejó hacer deporte por tal o cual afección, y en contados casos servirá para ganar dinero y fama (el primero sirve para comprar coches y yates entre otros caprichillos, la segunda no sirve para nada, excepto para engordar inútilmente el ego, pero en el curioso mundo que vivimos es tremendamente útil para conseguir el primero). De jugador aficionado que se echa sus partiditos los domingos con los amigos en el descampado de abajo se puede llegar, aunque es altamente improbable, a ser jugador profesional. Un jugador aficionado no llenará jamás estadios con gente que vocifere “a la bin, a la ban” (¿aún se grita eso?), pero sí que podrá tener dos o tres espectadores que pasan por allí e, impulsados por el tedio dominical, se sientan en una piedra a verlos mientras bostezan de tanto en tanto. En contrapartida, el futbolista amateur no sufrirá los inconvenientes de un jugador famoso, jamás usará el doping urgido por la presión y la necesidad de ganar, ni padecerá las molestias de las concentraciones previas a los encuentros, ni la disciplina del entrenamiento diario, ni imposiciones dietéticas, ni el probable riesgo de secuestro debido a su abultada cuenta bancaria.
Pues la cosa de escribir es exactamente igual. Están los escritores aficionados, que no ganan un euro con lo que escriben (a veces, hasta lo pierden) pero les sirve para desarrollar la imaginación, mejorar su expresión, conocer gente con su mismo hobby e incluso como terapia en ocasiones, y los otros, los profesionales, que suscriben contratos con las editoriales que consideran vendibles sus libros (no tienen por qué tener calidad literaria), reciben los dinerillos o dinerales en concepto del porcentaje que les corresponde del producto de las ventas y adquieren una fama o familla que les procurará otra serie de actividades (conferencias, presentaciones, integración de jurados de premios literarios, lecciones muy magistrales en talleres, participación en programas televisivos, colaboraciones en prensa, etc.), más o menos lucrativas dependiendo del tamaño de su celebridad. Pero, como pasa en el caso del deporte, en la literatura los aficionados no sufren las servidumbres que se les impone a los profesionales: ceñirse a las exigencias del mercado (tanto en tema como en forma), renunciar, más o menos, a la libertad de expresión, ser la voz de su amo (jamás morder la mano que te da de comer), obedecer las directrices del editor (esto no va, esto lo quitas que no es comercial, este título a la papelera, le ponemos mejor este otro) y, también, aunque no siempre, hacer la pelota, ganarse amistades que maldita sea lo que apetecen, atender entrevistas te guste o no, hacerte visible (aunque te dé fatiga) en el mundillo literario y hasta, cuando la fama es ya tan gorda tan gorda y los requerimientos de publicaciones tan agobiantes (o la ambición tan insaciable) que el pobre escritor no da abasto, recurrir, con todo el dolor de su corazón, a la controvertida figura del negro. De chanchullos diversos en certámenes literarios no diré nada porque, aunque evidente, el tema es muy espinoso.
Para acabar, está claro que un autor aficionado también puede dar el salto a escritor profesional, con un poco más de posibilidades, si cabe, que en el caso del fútbol. Es cuestión de paciencia, constancia y algo de calidad o, a falta de esta, mucho de relaciones públicas.
No sé si se me ha colado algo de eironeia. De ser así, mejor que mejor. 

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