sábado, 22 de mayo de 2010

La planta embrujada

Hace más de un año que estoy en México y en este tiempo me he dedicado, entre otras cosas, a escribir una serie de artículos que, bajo el título genérico de “Magias de México”, se han ido publicando quincenalmente en el diario “El Mundo”.  Y, aunque por el momento he pausado esta tarea ensayística, hay tema para rato y no descarto retomarla e incluso darle forma de libro en un futuro más o menos próximo. Viene esto a cuento del post de hoy, que tiene que ver con uno de los viajes a los que me obligó la elaboración de esas narraciones.
 

Me había enterado casualmente de que en Xilitla, pueblo del estado de San Luis Potosí enclavado en la sierra huasteca, un tal Edward James, inglés millonario y excéntrico, amigo y mecenas de Salvador Dalí y de otros poetas y artistas, había invertido una parte considerable de su fortuna y su tiempo en la construcción de una ciudad surrealista en medio de la selva. Así que, tras informarme de los medios (ninguno cómodo) para llegar hasta allí, partí una noche en autobús de Morelia y arribé, tras un par de trasbordos, a las ocho de la mañana a mi lugar de destino.
 

Como pasa casi siempre con las cosas que nos encarecen (libros, películas, comidas, vinos, lugares) la realidad no se ciñó exactamente a la idea que yo había, inevitablemente, rumiado. La imaginación no camina, vuela. Y en su vuelo arrampla con todo, lo que hay y lo que no hay, lo que es y lo que no. Pero esta circunstancia, lejos de amilanarme, aún más me acicateó, que imaginación y yo siempre hemos ido de la mano y no la considero enemiga sino guía que señala a veces de enigmática forma. Además de que lo verdaderamente fascinante, sin que la construcción plasmada desmerezca en cuanto a su singularidad y chocante misterio, es la concepción de aquel fracasado y rico poeta inglés, su entrega a las voces que lo llamaron desde el país del sueño.
Paseé por Las Pozas (que así se llama aquel laberinto) más de seis horas. Compilando material para mi artículo, me perdí entre aquellos edificios que inmediatamente nos remiten a los mundos de Escher o Piranesi y a punto estuve de descalabrarme por una de las escaleras que apuntando al infinito no conducen a ninguna parte.
 

Al fin, bastante cansado, y tras recobrar ánimos con unas enchiladas y una cerveza, inicié mi regreso a Xilitla, distante unos dos kilómetros por un camino de terracería que atraviesa el bosque. No había recorrido trescientos metros cuando en el talud de la izquierda vi algo que me dejó completamente perplejo. Una planta que se movía sin que mediase el viento ni cualquier otro agente externo. Sus hojas, parecidas a la de una aspidistra, se movían -tic,tac- como la aguja de un metrónomo. Algo bien raro, ha de admitirse, y que hubiese constituido por sí solo sabroso asunto para uno de mis relatos, tal vez más que la insólita arquitectura de James. Pero eso hubiera requerido de otra investigación en la zona y entre sus pobladores. Y, si bien hoy me arrepiento de no haber hecho lo que debía, entonces me encontraba tan completamente agotado que ni se me ocurrió esa posibilidad. Falta de reflejos, tengo que reconocerlo. Acerté, sin embargo, no sé por qué, a grabar un video del fenómeno con mi cámara digital. Unos yanquis que pasaban por allí en aquel momento rumbo a Las Pozas fueron testigos y quedaron tan patidifusos como yo. En la peliculita (disponible en el post que está inmediatamente debajo de éste) se puede oír nuestro breve intercambio de palabras, que evidencia tanto el pasmo de los gringos como mi desmañado uso de la lengua inglesa.

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